POR GILBERTO AVILEZ Tax, doctor en Historia de Yucatán
En el sur de Yucatán, a una especie de “Pie Grande” de las tierras del Mayab se le conoce como el “Sincinito”. Para algunos que ya rondan los treinta o llegan a la cuarentena de años, estoy seguro que sudarán frío al oír hablar, después de una larga ausencia, del Sincinito.
Y es que la sola mención de aquel ser fantástico les traerá, a más de algún sureño, retazos de su infancia, de cuando hubo un tiempo en que en un desaforado pueblo yucateco de cuyo nombre no deseo, por bien de la humanidad, acordarme; a eso de las seis o siete de la noche, cuando las cigarras chillaban su reconcentrada tristeza, se decía que por los cabos del pueblo merodeaba, que unos campesinos que regresaban de espiar a los venados lo vieron, que el Sincinito corría entre senderos que cerraban rápido una vegetación que crecía en segundos, y que tras de sí iba dejando sus zancadas milenarias, sus pies que devastaban toda brújula y rosa de los vientos porque el Sincinito no camina como cristiano: es el hombre del revés, el hombre de otros tiempos olvidados cuyos pies bañados por las lluvias antiguas miran siempre hacia atrás, al revés. “Camina de reversa, sus dedos crecen hacia atrás”, me decía un ex chiclero del pueblo.
El sur yucateco tiene sus variantes en cuanto a costumbres y temperamentos, históricamente fue una microrregión distinta a la dominancia meridana en tiempos del henequén, y como la zona oriental (es decir, la región vallisoletana), fue chiclera durante más de cincuenta años del atroz siglo XX. En este sur que fue frontera desde tiempos de la Colonia, todos saben quién es el Sincinito, pero en la otra región fronteriza, la oriental, el Sincinito todavía conserva su nombre maya: el Wa’paach, o el Kúulpach, que traducido al español es “el que camina de reversa”. En la región de Tihosuco, por San Román, pueblo cercano al histórico Tepich, el Wa’paach se conoce como el Kúulpáach xímbal, el que sigue caminando al revés.
Precisamente en el oriente, platicando con mi amigo, el maestro Narciso Tuz Noh, un estudioso del calendario maya y la cuenta del tiempo, nativo de Pixoy; así como con el maestro Cipriano Dzib Uitzil, oriundo de Chichimilá; surgió una idea que se convirtió en una propuesta investigativa a futuro: revisitar ese mar de consejas y leyendas que guarda el Mayab, desde los sistemas de cacería antiguos y modernos, los rituales del cazador, así como el mundo encantado y las tradiciones agrícolas, religiosas, económicas y sociales del milpero oriental. Y uno de estos ciudadanos de primer orden del encantado mundo del Mayab es, por supuesto, el legendario Sincinito-Wa’paach.
Cipriano, con parientes que fueron chicleros hace muchos ayeres, está convencido que el Sincinito tiene una recurrencia precisa en la memoria de los chicleros, y podría decir yo que este ser fantástico acompañó en sus trashumancias a muchos abuelos que fueron chicleros en aquellos años que monteaban la selva en busca de los zapotales. Si como me dicen dos alumnos de la Universidad del Oriente, que cada uno, desde que nace, trae con él a un Hua’kaanul (un doble espiritual, alguien que cuida a uno y hace todas las cosas que haces pero en otra dimensión), podemos establecer la hipótesis de que el Sincinito no es uno sino cientos: cientos de estos seres –pequeños o gigantes, varían las descripciones– acompañaron en la subida a la Montaña Chiclera (década de 1920, 1930, 1940) a los gambusinos de la selva. Cada uno de aquellos hijos del Mayab, e incluso los tuxpeños de luengas tierras veracruzanas, al entrar a la selva oriental de la Península, iban acompañados por uno de estos Sincinitos.
El maestro Narciso contó la anécdota de que en Pixoy vive un abuelo que vio al Sincinito, el Hua’kaanul personal de los chicleros. Eso sucedió cuando estaba joven el abuelo de Pixoy, hace más de medio siglo. Era chiclero, y como todos los chicleros, una tarde, subido hasta el último gajo del zapote que había picado en su totalidad desde la mañana, oyó que abajo se movían las hojas. Moría la tarde y pardeaba la noche, pero pudo distinguir claramente lo que sus ojos mortales le depararían ese imborrable día. Al principio creyó que se trataba de un animalillo del monte, pero lo que vio casi lo avienta de susto al suelo: se trataba de un hombre con todos los pelos crecidos en espalda, pecho y extremidades, y era más alto que todos los de los hatos chicleros a cien kilómetros a la redonda, buscaba algo y en su trayecto dejaba sus huellas en el lodo que las débiles lluvias del día habían hecho florecer. El chiclero dejó de respirar, no se movía, sabía que debajo de él caminaba el Sincinito. El encuentro duró apenas un parpadeo, porque el Sincinito siguió su camino, y las malezas de la Montaña Chiclera perdieron sus extraños pasos de revés. Narciso, palabras más, palabras menos, contó esta anécdota que burdamente he referido, a este expectante seguidor del hombre que camina al revés. Con fuerza en sus palabras, el maestro Narciso –Cipriano que asentía- señaló que estas historias orales no debían perderse. “¡Claro que no!”, dije, pensando al mismo tiempo que si Borges, el inmortal, hubiera oído hablar del Sincinito, estoy seguro que le dedicaría un lugar en su manual de zoología fantástica.
Quedamos que iríamos a platicar con el abuelo de Pixoy y a conocer unos barquitos de piedra de los p’usitos (los primeros hombres muertos en el diluvio, según el Popol Vuh, porque habían hecho sus barcos ahuecados de piedra) que a Narciso le habían contado por qué camino de la selva de Pixoy se encontraban.