El maestro wáay ha muerto y su discípulo se prepara a seguir sus pasos, apenas termine su duelo. En las últimas tardes los vecinos lo han visto pasar llevando en el hombro una prenda que el tutor siempre había llevado en la misma posición.
Todavía hace unas semanas, el discípulo empujaba la silla de ruedas del maestro. Encorvado en su asiento, mirada baja, manos muertas sobre las rodillas, el gran wáay se dejaba llevar y traer por su hijo adoptivo.
Desde luego nadie de los vecinos le decía wáay: antes bien le temían, y se metían en sus casas cuando de lejos lo veían venir. Si el encuentro es irremediable dicen buenas tardes y se alejan rápidamente. Saludos sin embargo que el maestro casi nunca responde. Y el alumno tampoco pues siempre estaba abstraído. “Pero eso no importa. En realidad es bueno estar en buenos términos con ellos”, me dijo una vecina muy cercana a los considerados pul ya’aj.
–¿Murió de un balazo o de muerte natural?
–No. Murió de viejo. Sólo unos días estuvo en postrado en su hamaca.
Fue un velorio solitario. Un triciclo alquilado transportó el ataúd al cementerio, sin oraciones ni misas de cuerpo presente.
Ahora ha muerto pero la paz no volverá pronto a las calles cercanas.
“Desde que llegaron a ocupar ese solar las cosas cambiaron por estos rumbos”, cuenta otra vecina que tampoco quiso dar su nombre. “A las 12 de la noche en punto escuchabas, invariablemente, los llantos de los perros y escuchabas con miedo el galope de no sé que animal que los atacaba y los hacía aullar y huir a sus casas. Desaparece poco después y poco a poco se calman los perros. Pero el episodio se repite poco antes del amanecer.”
Los vecinos compadecen al discípulo, un muchacho moreno, flaco, mal vestido y sucio. Siempre desaliñado y aire de ido.
–Pobre. Es una especie de esclavo del viejo, pues éste convierte al muchacho en un animal nocturno y lo envía a hacer maldades.
–Pero el wáay se convierte a sí mismo y sale él mismo a hacer sus maldades… –nos atrevemos a observar.
–Noooo –responden enseguida–. En algunos casos ocurre como tú dices, pero en otros el maestro convierte (metamorfosea) a su ayudante y éste es enviado a una misión.
Nos sorprendemos. Nunca deja uno de aprender. Y mientras escuchamos la piel del cráneo sufre un escalofrío.
“Una vez, el pavo de una vecina se metió al solar de los wáayes. La dueña se atrevió a ir a reclamarlo. ‘Seño, vine por mi pavo que es aquél que se pasea detrás de su casa’, dijo, y el viejo se acercó a ella que estaba asomada a la albarrada y le dijo con mirada fría: ‘señora ese pavo es mío, pues ha venido a mí’. Y no se dijo más. ‘Está bien, disculpe usted. Lo confundí porque se parece mucho a uno mío que se fue de la casa’, y el wáay se quedó con el pavo”.
–De loca una se pone a pelear con ellos –decía la gente.
Pero ahora ha muerto.
Todas las tardes el discípulo se iba quién sabe a dónde con su banda de su maestro en el hombro derecho. Algunas versiones dicen haberlo visto a la salida del pueblo, siempre caminando hacia el Poniente, pero otro dicen haberlo visto en el oriente…
Las noches tranquilas están a punto de llegar a su fin.