El relleno negro de los muertos

Por JORGE ALVAREZ RENDÓN, cronista de Mérida

Jorge Alvarez Rendón durante su lectura del p'o' k'eban, en octubre de 2014 en la biblioteca José Martí de Mérida

Jorge Alvarez Rendón durante su lectura del p’o’ k’eban, en octubre de 2014 en la biblioteca José Martí de Mérida

Lectura que hizo el maestro Jorge Alvarez Rendón en la presentación de “La mujer si cabeza y otras historias mayas”, de José Natividad Ic Xec, en la biblioteca José Martí, de Mérida, en el marco del Día de los Muertos.

Misterios, caligrafías de lo desconocido, leyendas que los siglos dictaminan paso a paso…El Mayab sin tiempo, ya desprendido de los calendarios, sin cuenta corta o cuenta larga. Noches estrelladas que no ven pasar, porque se esconden, los montajes de ceniza de lo inexplicable. De todo aquello nos habla Jose Natividad Ic Xec en esos relatos en los que no argumenta nada que no temamos ya desde la cuna. De esas lámparas que expiran con el paso de las almas, de los caminos rurales arropados por caprichos de la luna, del pudor anónimo de la naturaleza al transformarse en prodigio ambulante de los viejos dioses…

Aroma de lo extraño, lo inexplicable. Para no añadir dientes de ajo a esa sopa de misterios, aprovechando que ya estamos en el umbral de las fiestas de difuntos y nuestros ancestros ya marchan en camino para librarse del cautiverio de las sombras y acercarse a la mesa bien servida, aprovechando el ambiente, pues, recordaré una antiquísima tradición relacionada con los ritmos de la preparación e inhumación de los cadáveres… Asociaré para ustedes la muerte y los alimentos de la carne frágil y perecedera. Les hablaré de la costumbre llamada p’o’ k’eban (el lavatorio de las culpas).

Hará como cinco meses, uno de mis amigos, periodista e investigador, me invitó a almorzar en Tutul Xiu, un restaurante de comida tradicional en el sur de la ciudad, ahí por el fraccionamiento que lleva el nombre de uno de mis tíos, el buen Serapio, defensor de oficio y mártir de la República. En ese lugar yo comí el afamado Poc Chuc, con sus tortillitas hechas a mano, la cebollita roja, la naranja agria…. y mi amigo pidió relleno negro. Como observó que yo hacía muecas cuando trajeron el enorme y suculento plato de pavo, me preguntó la razón y le respondí que a causa de un recuerdo desagradable.

–¿Cuál es?– me preguntó y le respondí enseguida que cuando ya terminara de comer, al rato, a la hora del postre, si todavía le interesaba, se lo contaría con gusto. Media hora más tarde, mi amigo insistió, quería saber el motivo de mis muecas de repudio, así que reviví una vieja experiencia, igual que hago ahora ante ustedes, amigos míos.

En mayo de 1961, su servidor apenas iba a cumplir los quince años de edad. Estudiaba secundaria y oía rock por la radio porque la televisión aun no llegaba a estas benditas tierras. Perro lanudo déjame estar a solas con mi novia… También leía un poco novelas de aventuras y policíacas. Me gustaba mucho ir al cine, sobre todo en las funciones de la tarde…Un estudiante con credencial pagaba un peso, veinticinco centavos.

Uno de tantos días llegó a mi casa, corriendo y sudoroso, mi buen amigo Emilio Esparza, a quien todos llamábamos Monito por su cara como arrugada y su manera graciosa de caminar.

–¿Qué onda, Monito, que te apura?

–Balito, no seas malo. Acompáñame a Sotuta. Se acaba de morir mi abuelo Fermín y no quiero ir solo.

–Santaputa…hasta Sotuta

–No seas chiva, carnal.

–Vale grillo, está relejos. ¿En qué vamos a ir?

– En tren, Balito, en tren. Sale a las once.

El viaje, saliendo de la vieja estación de Mejorada, tardó más de cuatro horas. ¿En que pueblo no se detuvo aquella vieja maquina? Paso a pasito, por la via llamada angosta. Eso si, chupamos mucha china, comimos mango verde con chile, corrimos de vagón en vagón fregando gente. Además, a los quince años no hay manera de cansarse. Comes bien y a todas horas, te la jalas hasta tres veces, duerme uno como oso a pierna suelta…

Ya en Sotuta, el funeral fue algo fuera de lo común. La abuela Gláfira pegaba de gritos como Chester Fólder cuando su esposa le cortó el pito en Minneapolis. Las hijas, vestidas de negro, parecían agentes de Saidén en huelga de hambre. Las viejas rezaban rosarios de quince misterios con las respectivas letanías:

–Santa Isabel de Hungría, dale la alegría; Santa Rigoberta, ábrele la puerta; San Nicolás, danos siempre más.

Para todo esto, Emilio y yo, con otros chavos bicicleteros del pueblo, acomodados como iguanas tras la albarrada, para no aburrirnos, rezábamos también la letanía, pero un poco diferente:

–Santa Genoveva, quítanos la hueva

–Santa Teresa, manda la cerveza.

–Madre Santa Ana, pasa la botana.

–Santa Minerva, que role la hierba.

Las horas pasaron lentas como toloques y a las seis de la tarde, después de quince vasos de horchata, todavía no habían repartido comida y mis tripas ya estaban cantando una de José Alfredo. Yo miraba para todos lados tratando de encontrar a mi amigo:

–¿Qué pasa, Monito? ¿No se maja en esta casa? Ya me estoy quebrando.

Como si me hubiesen escuchado, una puerta se abrió hacia un amplio cuarto donde estaba puesta una mesa grande y adornada con hojas de ruda. Una mestiza muy alta y tiesa dijo con voz solemne:

–Ya se puede pasar a comer el relleno del muerto. La mesa está lista.

No me lo dijeron otra vez. Me senté y empaqué dos platos repletos de aquel guiso tan copioso en pechugas y sabrosas piernas de pavo. Me chupé los dedos y eructé claro y fuerte, según la costumbre de los pueblos…Booo, Boooo.

Solamente un detalle llamó mi atención. De todos los presentes, los únicos que hicimos honor a la mesa fuimos Emilio y yo. Los otros deudos y los amigos solamente nos miraban con una rara mezcla de curiosidad y reverencia.

Después del entierro, que duró dos horas, nos despedimos de la abuela de Emilio. La viejita, después de regalarnos mazapán y dulce de cocoyol hervido, nos tomó de las manos, y dijo:

–Eternas gracias por cargar con las penas del difunto. Dios se lo premie.

El compadre Mauro Puc aceptó traernos a Mérida en su camioneta Chevrolet y cuando comentaba los detalles más curiosos del funeral se me ocurrió preguntar:

–¿Por qué será que doña Gláfira nos agradeció porque cargamos con las penas del muerto?

¡Ahhh! – dijo don Mauro – eso es porque ustedes fueron los únicos que se atrevieron a participar en el p’o’ k’eban.

–¿Qué es eso, tú?

-No me chinguen ¿a poco no conocen la costumbre? Es muy, pero muy antigua..

Todos los pelos de la espalda y más abajo se pararon de pronto como camote de feria. ¿Cuál era esa bendita costumbre? Que lo dijera ya, pero rápido..

Esta bien, ustedes lo quisieron…

De primero, al muerto se le cierran los ojos para que no sufra la vergüenza de saberse objeto. Se le amarra la quijada para que no dé la impresión de estarse riendo de la vida que ya no tiene. Con una concha de mar se cubre el ombligo para que no recuerde su nacimiento por ningún motivo. Después, se le colocan bolas de algodón en los orificios de la nariz para que no regrese el alma que anda buscando por ahí a donde ir porque se siente liviana y sola. Una cruz de ceniza se traza cerca del lugar donde el cuerpo se rindió con un suspiro. También se tapan las orejas para que el pobre no escuche por casualidad que ya está muerto. Después de todo esto, los parientes lo bajan de la hamaca, lo desnudan y lo ponen en el suelo para bañarlo con mucho cuidado entre agua tibia espolvoreada con ruda.

Le quitan el sudor de varios días y los restos de la diarrea, le raspan las callosidades de los pies, con la tierra de las uñas, le limpian los hongos del xil’ (axilas) y el sebo del bajo vientre, le arrancan los granos peludos del bobos (espalda baja) y le sacan de la nariz toda la grasa verde. Si tiene piojos se los retiran uno por uno con una pinza remojada en alcanfor.

Esa agua, mezcla de dolores y tristezas, se recoge en palanganas y con ella, más tardecito, se elabora el relleno que contiene todas las penas del purgatorio. Así el muerto se purifica porque sus pecados se reparten entre los comensales. El que lo come toma para si algunos de ellos. La suciedad pasa a su cuerpo. Chuuch, asi Dios lo ampare.

Mauró tuvo que frenar su camioneta como si se hubiese atravesado un elefante.

Era que Emilio y yo estábamos ya guacareando litros y litros de pecados, acumulados por décadas, pecados de niño y de hombre, pecados mortales y veniales, pecados de acción y de omisión, pecados simples y vergonzosos, pecados muy feos, pero sobre todo negros, muy negros.

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