El finado padre de don Rach, el chiclero don Catalino Chimal Peraza, le platicaba que su tío don Felipe, hermano de don Catalino, era un constante cazador que a veces disparaba un venado, y otras no; y que componía su carabina hasta con la horqueta de un árbol de naranja, dejándola derechita en caso de tener una desviación producida por la salida de la bala. Un día, la suerte le cambió a don Felipe Chimal: al cazar un venado grande, Felipe le abrió el vientre con su machete. Al echar la panza, Felipe dio con una bolita, el tunich kéej; es decir, dio con la piedra de virtud del venado. Desde ese momento, Felipe supo que habría carne de venado hasta para regalar a medio pueblo. No había ocasión en que fuera al monte y que no regresara con un venado cinchado al lomo de su caballo. A veces tiraba hasta sin ver, y el venado, salido de la nada, caía dando pequeñas patadas.
Los otros cazadores, y hasta la gente del pueblo que le conocía, le preguntaban si a lo mejor tenía la piedra. Felipe, impertérrito, sólo contestaba: “¡Mina’an”, ¡no hay, nada!, que eran puras coincidencias, pura suerte, que cuando caminaba por los senderos del monte ahí estaba, ahí se le aparecía el venado.
Dos o tres años fue el tiempo que le duró la virtud, dos o tres años en que mataba entre tres y cuatro venados a la semana, dependiendo de los días en que se le ocurría ir al monte. Pero como todo tiene un final, un día el tunich kéej regresó a su lugar. Aquel día Felipe se levantó más temprano, tenía hambre, y quería comer su pipián de venado. Fue al monte, y una vez ahí vio un árbol de chimay, cuyos frutos come el venado en época de seca, y aquel año el mes de abril había llegado con su sol rompepiedras convirtiendo la región en un desierto de puros breñales polvorientos. Subido al árbol de chimay, ahí aguardó pacientemente toda la mañana, a esperar a que el venado venga y coma los frutos regados al pie del árbol. En eso, como a las 12 del día, Felipe oyó chasquidos, y luego, un polvo inmenso que venía. Era un grupo de venados que venían directo hacia el árbol de chimay. Era una manada, entre chicos y grandes, algunos pequeños con 5 o 6 tarros (cuernos) inmensos: “Oox jéek’ (tres tarros enramados), kan jéek’ u baak (cuatro tarros enramados).
Venados de todos los tamaños que comenzaron a rodear el árbol, y entre ellos había algunos chaparritos que tenían entre sus tarros inmensos panales de avispones que, según los viejos, matan de una sola picada. Felipe se dio cuenta que lo rodeaban cada vez más venados, y decidió sacar su carabina. Disparó una, disparó dos, disparó tres y se quedó sin sus seis cartuchos. Ninguno cayó. El hombre pensó que esos kéej no eran de carne y hueso, eran de aire, de malos aires, ¡del mal viento, pues! Felipe se acordó de la piedra que tenía en su sabucán, la buscó rápidamente, la tomó entre sus manos y la tiró lo más lejos que pudo. Como una piedra imán con desaforado magnetismo, tunich kéej atrajo hacia ella a la manada de venados, y uno de ellos, Felipe no se dio cuenta cuál, abrió el hocico, se la tragó al instante, y al instante desaparecieron los venados, metiéndose a lo más tupido de la selva. Felipe nunca volvió a cargar su carabina.
Gilberto Avilez Tax
Doctor en Historia de Yucatán. Académico en la Universidad Intercultural Maya de Quintana Roo (en José María Morelos).