POR GILBERTO AVILEZ Tax, doctor en Historia de Yucatán
A José Natividad Ic Xec, waayólogo
Un día llegó un hombre al pueblo. Nadie lo conocía y nadie sabría a ciencia cierta su nombre. Tenía todas las edades corridas en su largo y robusto cuerpo de anciano que nunca conoció las penurias de la vida. Era blanco como la nata, con sus cabellos entre crespos y lacios, vestía con alpargatas sus pantalones caqui, y siempre llevaba la camisa desabotonada, dejando ver una fuerza descomunal en su pecho surcado de canas de abuelo sin nietos. Dicen que llegó del rumbo de Tahdziu, que no quiso caminar más el tramo de dos kilómetros que le faltaba para tumbar su osatura en un hotelucho del centro, que entre los vecinos de la colonia estuvo indagando por un buen pedazo de terreno que le vendieran. El borrachito de la cuadra le pidió 1,000 pesos por dos mecates de piedras y arbustos que tenía: el hombre de inmediato le dio tres billetes de a 500 sacados de un pañuelo rojo que siempre llevaba en las bolsas de sus pantalones, y le dijo que se largara cuanto antes con su gallinero de familia.
Menos de lo que tarda un parpadeo, el hombre había convocado a los mejores hacedores de casas del pueblo y a un pequeño pelotón de peones necesitados de unas cuantas monedas. Y del pinche pegujal que era el terreno comprado, pronto fue desbrozado por completo, y más pronto fueron trayendo láminas, bajareques, maderas, apisonándose la tierra, haciéndose la mezcla, irguiéndose la albarrada y lechado algunas palmeras que fueron trasplantadas de raíz a ambos lados de una bonita casa de bajareques con cobertizo sembrada a la vera de la carretera. Todos en el pueblo hablaban de este extraño personaje, que días después comenzó a moverse por sus calles pagando 200 por viaje a cada tricitaxista muerto de hambre que lo paseaba por el centro con ínfulas de gran patriarca que contemplaba al mundo pueblerino detrás de un gran bastón que más parecía cayado de antiguo profeta bíblico.
De la noche a la mañana, así como llegó, sin avisar a nadie, el hombre comenzó a vender en su fresca casa, ollas de barro, bultos de cemento y cal, tinacos y bateas, sacos de maíz, pailas de cobre y latón para freír chicharra, picos para los alarifes, machetes y coas para los milperos taciturnos, pólvora para las bombas de los excavadores de pozos del pueblo, guaro y cervezas para los enfiestados, alpargatas, ternos y rebozos de Santamaría para los bailadores.
Era tanta la riqueza del viejo expuesta en el largo y amplio corredor entechado de su casa, que los pedigüeños del pueblo, y hasta uno que otro político muerto de hambre se presentaron, en más de una ocasión, a rogarle que sea padrino de no sé qué, a solicitarle unos dineritos para un mitin en tal lugar, a que si acepta colaborar con el gran partido dando lo necesario para una cochinita. El hombre sólo los oía y les miraba la jeta a esos sinvergüenzas, acto seguido dejaba su mecedora donde se empotraba desde la mañana para esperar a sus marchantes, y respondía con una mentada de madre en maya a “esos hijueputas que sólo saben pedir”.
El pueblo, imbuido de esas creencias prehispánicas y de esas explicaciones sobrenaturales para todo, comenzó a murmurar a espaldas del viejo: ¿de dónde sacaba sus mercancías?, pues en los más de tres años de estar en el pueblo nunca vieron camión alguno surtiéndole lo necesario. ¿De dónde ha obtenido su gran riqueza que sólo gasta con los muertos de hambres tricitaxistas cada vez que se le ocurre recorrer las calles de su pueblo adoptivo?, ¿de qué pueblo era originario, por qué está solo, que lo hizo venir aquí? Los rumores y las preguntas sobre su persona comenzaron a extenderse a otros pueblos, y la gente que sólo se ocupa en armar borlotes de malas famas y podrir reputaciones, comenzó a llamarlo Wáay Kóot.
En las creencias del pueblo maya, los wáayes, especie de naguales y más poderosos que los jmeenes y los yerbateros, son hombres y mujeres que tienen la capacidad de transformarse en un animal: gatos, perros, cochinos, chivos y pájaros, son algunas de sus mutaciones. Una de las más enigmáticas y poderosas transformaciones de los wáayes, es cuando adoptan la figura de una enorme ave, y reciben por esto el nombre de Wáay Kóot. Los registros orales dan por descontado que de Maní, de Sotuta, de Mama y Chumayel han salido los más poderosos wáayes, y a estas tierras se les ha llamado U lu’umil wáayo’ob, la tierra de los wáayes. José Natividad Ic Xec, escritor yucateco que más sabe de estas cosas y al cual seguimos, ha escrito que los wáayes salen a sus correrías nocturnas después de las doce de la noche cuando los malos vientos aparecen: pueden matar, pero también pueden orinarse o defecar en las pobres viandas de la gente del campo, y si hay una doncella que les llame su atención, pueden desnudarlas y hacer juegos lúbricos con ellas. Otras veces, los wáayes mejor se pasan toda la noche y la madrugada tomando el sereno en la plaza principal. La luz eléctrica, heraldo de la “modernidad”, les ha obligado a replegarse.[1]
Ic Xec traduce el nombre del wáay koot como “el brujo de la albarrada”, pues señala que con el término “koot” se le dice así a la albarrada,[2] aunque el mismo diccionario de Solís y Alcalá refiere que la albarrada, o cerca de piedras, se escribe Cot (con una sola o). En este mismo diccionario, Solís y Alcalá, para la entrada “águila”, la traduce como “Coot”.[3] Por las descripciones apuntadas en las historias orales rescatadas, podemos traducir al wáay koot, no como el brujo de la albarrada, sino como el brujo águila.[4] En uno de los pasajes de la historia de Jacinto Canek, uno de los supuestos poderes del caudillo de Cisteil era el de saber volar, y no sólo Canek tenía ese don, también un mendigo de Valladolid, Nicolás Cauich, que había conocido los planes para la liberación de los mayas del dominio colonial, volaba de pueblo en pueblo.[5] El wáay koot es otra de las trasmutaciones de los hombres antiguos, conocedores de los enigmas y el poder de los arcanos.
Las historias orales lo describen como un ave gigantesca. Hace muchos ayeres, un amigo del pueblo de Tahdziu, Faustino Montejo Vera, con miedo cerval, me refirió la historia de nuestro wáay koot que puso su tienda a la vera de la carretera que conduce a Tahdziu. A Faustino su padre le contó que dos década antes, en su pueblo, cuando Tahdziu no tenía más que unos tristes focos públicos que mal alumbraban las viejas calles de terracería donde hociqueaban los cochinos por las mañanas, después de la media noche se podía contemplar, al claror de la luna, a un ave enorme parada encima de la pequeña espadaña de la iglesia del pueblo. Decían que el wáay koot esperaba el momento propicio para alzar el vuelo con sus amplias alas e irse a otros pueblos a robar sus mercancías y hasta a robar mujeres.
Los viejos recuerdan que el Wáay Koot, nuestro Wáay Koot, provenía o de Izamal o de Sotuta, y que venía huyendo de su mala fama de brujo. Nadie supo en realidad su nombre, sólo detrás de él se atrevían a nombrarlo con su apodo: Wáay Koot.
Al Waay Koot le gustaba tomar el fresco las mañanas y tardes; una vieja del rumbo donde vivía le saciaba su harto apetito, y el chilmole era su perdición. Los tricitaxistas siempre aguardaban el momento preciso en que al Wáay Koot se le ocurría salir al centro a comerse un machacado de plátano en el mercado, o ir a contemplar la suave sombra de un árbol de pich[6] cercano al cementerio. Y cuando salía de paseo, se daba el lujo de dejar su establecimiento, abierto y sin vigilancia alguna. Y es que nadie se atrevía a entrar a su casa y robarle ni un alfiler por el temor de morir desde las alturas, raptados por el Wáay Koot.
Un día, a mi abuelo se le acabaron los sacos de maíz de su tortillería. Con su viejo camión de redilas, visitamos a varios vendedores del grano y ninguno nos quiso vender más que pocos kilos. Había una escasez en la región. Cansados de fatigar las trojes vacías de la Villa y sus pueblitos, un campesino nos dijo que en la tienda del Waay Koot había toneladas de maíz hasta para sobrevivir a una guerra. A regañadientes, mi abuelo me dijo que fuéramos donde “ese hijueputa” brujo. Llegamos, y el Wáay Koot, con una mirada fría que a mí me petrificó en el asiento del camión de redilas, le preguntó a mi abuelo que qué va a llevar. Íbamos por cuatro sacos, pero llenamos el camión hasta el tope.
Las descripciones recogidas de los wáay kootes refieren cómo van de pueblo en pueblo en busca de sus mercancías. El padre de don Diodoro Naal Yah, en una ocasión vio a uno de estos wáayes alados surcar los aires de Peto hace más de medio siglo: “Mi padre estaba en la hamaca del paasel (choza) de su milpa, y escuchó como venía una lluviecita fina. Era como las 12 de la noche. Dicen que cuando viene, su vuelo es precedido por una lluviecita primero. Cuando pasó esa pequeña nube que regó los campos, mi padre, asomándose apenas desde su paasel, vio a la tremenda ave, bañada por el resplandor de la luna llena, aletear con fuerza descomunal”.[7]
Pero el tiempo del Wáay Koot de mi pueblo llegó un día a su final. Una mañana, la vieja que le daba de comer lo encontró muerto de un balazo en su sobaco izquierdo. La noticia corrió como pólvora entre los mentideros del pueblo, se mandaron avisos por radio, y al día siguiente, un joven que decía ser su hijo llegó para velarlo. Lo enterraron en el cementerio del lugar, y casi nadie acudió a despedirse del viejo. Después del entierro, la bella casa de bajareques y cobertizo fue vaciada de mercancías por el hijo, se malbarató su terreno, y entre el chismerío del pueblo se dijo que el hijo en realidad era el aprendiz del Wáay Koot.
Entre las voces de los campesinos comenzó a decirse cómo en realidad fue muerto el Wáay Koot. Dicen que un milpero que fue a espiar al venado, caminando entre maizales, escuchó “un aire como tornado” y vio venir hacia él “un nublado”, una nubecita negra que dejaba tras de sí el leve rastro de una lluvia. El campesino se preguntó: “¿Qué será eso si no hay otro nublado, qué será lo que está viniendo?” Muy pronto saldría de dudas. Detrás de esa nube, el campesino vio al ave gigantesca “del tamaño de una camioneta” volar bajo, casi rozando las matas. Y vio que traía entre sus alas “muebles, pailas, cajas, sogas” y otros cachivaches que hacían un gran ruidero al moverse. Con su carabina, el campesino apuntó directo al ave y soltó sus cartuchos. Las cosas que traía el pajarraco gigante cayeron entre el maizal, y el miedo que se apoderó del campesino, apenas le dio tiempo de llevarse a su casa una caja llena de frijoles, pero el ave no cayó. Días después, el Wáay Koot de mi pueblo sería hallado muerto entre los cerros de sus mercancías.
[1] Cfr. José Natividad Ic Xec, La mujer sin cabeza y otras historias mayas, México, CIESAS, 2012.
[2] Ibídem, p. 104.
[3] Ermilo Solís y Alcalá, Diccionario Español-Maya. Prólogo del Lic. Antonio Mediz Bolio, Mérida, Yucatán, Yikal Maya Than, 1950, pp. 23 y 27.
[4] Y esto en el entendido de que la flora y fauna de la Península actual, no era la misma anterior al contacto indoeuropeo. Tal vez en tiempos prehispánicos las águilas existían en la península, o si no existían, no hay que perder de vista las interconexiones económicas y militares que se dio en el mundo mesoamericano, donde diversos productos se transportaban a otros lugares donde no existían.
[5] Cfr. Pedro Bracamonte, La encarnación de la profecía. Canek en Cisteil, México, CIESAS-Instituto de Cultura de Yucatán-Miguel Ángel Porrúa Editores, 2004, pp. 113, 128.
[6] El árbol o la “mata” de pich es un árbol corpulento que, junto con los flamboyanes, los ramones y los árboles de naranja agria, caracterizan la vegetación de los pueblos yucatecos. En otros lugares se les llama parota y guanacaste; y su nombre científico es enterolobium cyclocarpum.
[7] Entrevista de tradición oral con el señor Diodoro Naal Yah, Peto, Yucatán, 26 de abril de 2013.