Texto leído el jueves 7 de marzo pasado, en la mesa redonda “Jóvenes difusores de la lengua maya”, en el auditorio del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales (Cephcis) de la UNAM, en Mérida
Georgina Cebey, en su ensayo titulado Arquitectura del fracaso, hace una analogía entre los edificios y las personas. Ella argumenta que las construcciones al igual que la gente crecen y envejecen, que son un cuerpo vivo con ojos, dientes, cabeza, corazón, y que adentro de ellos, su alma está conformada por sus habitantes. Yo creo que, esta analogía también aplica a las lenguas, porque también crecen y envejecen como las personas, y sin sus habitantes las lenguas no tienen alma y se convierten solo en cuerpos que los taxidermistas –o en su caso los académicos- disecan para piezas de museo.
Así como las plantas, las lenguas requieren de tierra para poder florecer. Sin tierra no hay nutrientes, las raíces se atrofian y finalmente mueren de hambre. Sin territorio, los mayas no podemos habitar, es decir que no podemos existir. Este fue y sigue siendo el gran problema desde la invasión española. Es bien sabido que, al llegar los primeros colonizadores españoles, estos no se dieron a la tarea de dialogar, sino que llegaron a imponer, no solo una nueva organización social, sino también una lengua común.
Desde ese momento la lengua maya peninsular –o maayat’aan como le decimos aquí– comenzó a perder habitantes, es decir, su alma. Por lo que no podemos decir que ha tenido un crecimiento sano, sino ha sobrevivido y se ha adaptado. A través de más de 500 años de historia documentada, encontramos el genocidio del siglo XV, 300 años de colonia, una independencia y una revolución –por mencionar los grandes momentos en que perdimos hablantes– las cuales significan los grandes descensos de habitantes, de almas.
El problema es que nosotros los indios siempre hemos puesto los muertos. Y los ponemos porque siempre confiamos. Creemos en lo que nos dicen. Nos dijeron que la independencia nos liberaría del yugo español y lo que pasó es que nos volvimos esclavos de otros hombres. Solo para que 46 años después de ese llamado legalizaran la usurpación de la tierra por el nuevo Estado mexicano. A esta ley le llamaron “Ley Lerdo” o también “Ley de Desamortización de Bienes de Manos Muertas” –más apropiado no pudo ser tal nombre, ya que claro las manos muertas eran de los indios–. Sin embargo, lo aceptamos. Hasta que algunas décadas más tarde, en la revolución, nos prometieron tierra y libertad, pero que había que pelear por ellas. Entonces fuimos. Y perdimos la poca que nos quedaba.
EL PROBLEMA INDIO
Ahora bien, acabada la revolución, viene un periodo de reconstrucción y de cambio. El que nos interesa ahora es el que tiene que ver con el ramo educativo. En ese entonces, había una tendencia novísima llamada “integracionismo educativo”. Esta idea viene impulsada en México por quien en ese entonces era el Secretario de Instrucción Pública, José Vasconcelos y también por quien fue Director de Antropología de la Secretaría de Agricultura y Fomento, Manuel Gamio. Las tesis de estos dos hombres –La raza cósmica en el caso de Vasconcelos y Forjando Patria en el caso de Gamio–, reflexionan en torno al “problema del indio” porque éramos un montón y no hablábamos español.
Así que idearon cómo “integrarnos” para formar una nación. La implementación, que fue al modo de los misioneros cristianos durante la colonia, tenía al menos dos propósitos, el primero era crear escuelas donde se pudiera y el segundo que todos los niños aprendieran español. El resultado es lo que hoy vivimos. Niños que crecieron dejando a un lado su lengua materna y enseñándoles con el tiempo a sus propios hijos que la lengua que hay que aprender es el español. 100 años así.
Sin embargo, la resistencia es fuerte. Aunque los mayores ya no les enseñan a sus hijos la lengua, ellos la siguen hablando. Y la hablan porque se sienten cómodos habitándola. Aunque la relegaron a espacios privados, para que los niños “no entiendan” de lo que hablan los adultos, los niños en su curiosidad escuchan y aprenden. Mal aprenden, pero aprenden. Porque crecer en Yucatán es crecer dividido, porque uno bebe de dos aguas sin saber bien a bien cuál es la diferencia entre ambas. Así uno, cuando es pequeño llega a conjurar algunas cosas como “apesca el botón” o “no lo muerdas, anólalo”, “está ts’iris el niño”. En Yucatán entendemos a la perfección lo que se quiere decir, pero para el resto del país –y del mundo– estamos hablando otro idioma.
Algunos académicos le han llamado a esta forma de hablar “Español Yucateco”. Incluso han hecho diccionarios, guías, compendios, como un esfuerzo por sintetizar, en algunos cientos de páginas, la historia y la cultura de una civilización entera a través de los siglos –es por demás decir que este material le sirve a extranjeros, académicos y turistas más que a los locales.
Sin embargo, cuando uno crece, se va dando cuenta que esas palabras que uno cree comunes no le sirven para comunicarse fuera de su casa o de su pueblo. Esto es porque el “integracionismo” Vasconcelista y Gamista ha hecho su trabajo. Porque hablar la lengua maya se convirtió en sinónimo de atraso, en sinónimo de vulgaridad, en sinónimo de vejez.
Pero ahí está la lengua maya. Está, por ejemplo, en el insulto. Desde niños, aprendemos ciertas palabras que no se nos borran. Y las pronunciamos a la perfección, como si fuésemos hablantes expertos del maya. Pero luego les dices a los niños “¿y cómo se dice “vamos a pasear o vamos a comer?” y no te dicen nada. Dicen ma’ in woojli’. No lo sé. No sé maya.
“MASTICANDO" LA LENGUA MAYA
Sin embargo, a finales del siglo XX, vino una oleada con un aire fresco y nos dijeron que siempre sí va eso de la lengua maya. Que es importante, que está bien hablarla, que hay que “valorizarla”. Nos quedamos perplejos. ¿Y ahora qué? Dijimos. Entonces poco a poco empezamos a retomarla y también las respuestas fueron cambiando. Ahora cuando le preguntas a alguien si sabe maya, te puede decir “lo mastico”. Como si de un chicle se tratara.
—¿Y eso cómo es?
—Pues sí lo entiendo casi todo, pero no puedo hablarla.
—¿Y cómo es que no lo intentas hablar?
—Pues porque para qué.
—Para que puedas comunicarte y enseñarlo a otros.
—Es que sí me gusta el maya, pero como que hay muchas cosas que no se pueden decir en maya y es más fácil decirlas en español.
En maya, masticar se dice cha’ach. Es una onomatopeya, por el sonido que la acción produce. Esta, al igual que muchas otras, parten de la observación y reflexión del entorno que tuvieron –y siguen teniendo– los mayas. Esto representa parte de nuestra filosofía y cultura. Pero también hay conceptualización. Por ejemplo, con la palabra tuus, tuus es un verbo, mentir, pero también se puede aplicar –y se aplica– a los actores de una obra de teatro.
La lengua maya, esta onomatopeya circundante, tiene cientos de términos que hemos perdido porque la relegamos a un entorno cotidiano, por lo que la especialización en áreas como la medicina, el derecho o el arte se ha perdido. Pero existe un registro. Eso es maravilloso. El diccionario del Cordemex maneja muchísimos vocablos que han caído en desuso y que, por la misma dinámica de la lengua, se han sustituido por sus similares en español. He ahí donde va ganando más terreno el español yucateco y el maya peninsular pierde territorio.
Me encantaría decir que a pesar de toda esta historia de conflicto lingüístico y de confusión, esto ya está llegando a su fin. Pero no es así. Aunque la lengua maya ha demostrado ser un idioma –recordemos aquella época en que los académicos le llamaban dialecto– y que como idioma tiene toda la complejidad y posibilidad de comunicar ideas claras, esto no es suficiente para que la lengua maya alcance una cantidad de habitantes que la saquen de las listas de “lenguas en peligro”.
Un factor determinante que podría explicar esto es que las instituciones la siguen infravalorando. Porque las instituciones no se han dado la tarea de ser bilingües. Para empezar, los altos funcionarios de gobierno pueden ser políglotas, pero no mayahablantes. Luego podemos poner los monumentos y los carteles. Están en español o inglés –por eso del turismo– pero no en maya. Además, que esto de los monumentos es sumamente ofensivo, basta con mencionar el “Paseo de Montejo”, ese enorme bulevar que otrora llevaba el nombre de Nachi Cocom o del monumento a “Los héroes de la guerra de castas”, ubicado en el parque Eulogio Rosado, el cual está dedicado a los españoles y criollos que murieron en la guerra contra los mayas. Espantoso.
No hay políticas públicas que impulsen la difusión de la lengua maya. Porque para las instituciones la lengua maya debe estar confinada a un museo, donde los turistas puedan contemplar lo que antes aquí había. Y no hay políticas públicas, no por desinterés o descuido, no hay políticas públicas porque el yucateco sigue siendo profundamente racista. Si no ¿de qué otro modo podríamos explicar que la publicidad exterior de Mérida sea “Ciudad Blanca”? podrán decir, ah, es que se dice así porque es una ciudad limpia, buena y segura. Pero no. Porque ese término existe desde la invasión española a la península. Fueron ellos los que nombraron a Mérida como una Ciudad Blanca porque era una ciudad de blancos. Y se aseguraron de ello porque pusieron cuatro grandes arcos que funcionaban como fronteras divisorias con “los indios”. Además, también podemos mencionar el circo que el ayuntamiento de la ciudad realiza todos los miércoles en la noche en la casa de Montejo, donde a través de un videomapping –hasta creativos se pusieron– se les explica a los turistas cómo los españoles trajeron la civilización a estas tierras. Y así podemos mencionar muchos ejemplos.
RACISMO EN LA PROPIA UADY
El racismo está cimentado desde nuestras raíces y va ser muy difícil corregirlo. Está en las instituciones o fuera de ellas. Por ejemplo, a mí mismo me han dicho por un maestro, cuando era estudiante en la Facultad de Ciencias Antropológicas, que “en la escuela no se viene a hacer show de teatro regional”, haciendo referencia a mis alpargatas y mi forma de vestir en general. En otra ocasión, al recibir un premio literario en mi propio pueblo con motivo de los 150 años de “fundación” de la ciudad de Ticul, una de las organizadoras me dijo “¿no te dije que vinieras bien vestido?, ¿por qué trajiste eso?” haciendo referencia a mis alpargatas.
Eso por un lado, pero por otro, también hay mucho trabajo de los monolingües, y en esa categoría entro también yo. Los monolingües tenemos la enorme tarea, para empezar, de dejar de decir “lo mastico” y empezar a decir “ya lo como”. No hay de otra. Hablar la lengua maya es un trabajo de todos. Tanto de las instituciones –que no se espera mucho de ellas–, como de los hablantes –quienes tienen la tarea de recuperar todos esos términos que han caído en desuso y usarlos en los ámbitos que les corresponden o fuera de estos– y de los monolingües –quienes habremos de aprender y preguntar para comenzar a masticar de poco en poco, hasta que engullir por completo la lengua maya–.
Somos plantas, plantas que necesitan agua y sol para sobrevivir. Pero, sobre todo, tierra, territorio, un entorno sano. Ese, entonces, será el siguiente paso, moverse desde abajo para que esos que están arriba desde hace más de 500 años caigan de sus enormes edificios blancos.
Janil Uc Tun
Escritor y dramaturgo de origen maya