“Creo en los Wáay y creo que incluso ahora nos están vigilando”

POR GILBERTO AVILEZ Tax,doctor en Historia de Yucatan

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Rafael Chimal, el historiador Gilberto Avilez Tax y Rosendo Alcocer, camino a Tixhualatun, Peto

Margarito me dijo que había que ir a conocer a don Tello Pech, un viejo ex capataz chiclero dueño de Tzubil, una pequeña finca que queda rumbo al pueblo de Tixualahtún, al nororiente de Peto. Revisando mis documentos sobre el siglo XIX de esta Villa, le dije a Margarito que Tzubil aparecía en más de una ocasión en ellos: una finca de no más de 200 hectáreas que no fue tocada cuando la Reforma agraria de los años 1920 y 1930, y que anteriormente se dedicaba a la siembra de “sementeras” de maíz y caña dulce.

Ese día, Margarito pasó como a las ocho de la noche para que vayamos a conocer a don Tello Pech y pactar las entrevistas. Quedaba relativamente cerca el lugar donde habitaba don Tello, bajando hasta la parte más profunda de una Villa crecida entre lomitas debido a la corografía anfractuosa de la sierrita Puuc. Hasta el final de la colonia Ciprés, ahí encontramos a don Tello tomando el fresco, sin camisa, dejando ver una constitución física que de inmediato reconocí: el hombre, rayando los noventa, tenía esa osatura firme, recia, de alguien que en su juventud había recorrido todo el infierno verde de la Montaña chiclera, y que tal vez había cazado animales fantásticos como el Dzinzito y hubo de haber sacado en más de una ocasión el machete para enfrentarse con un tuxpeño malévolo. Eso pensaba, inundado por mis lecturas sobre los chicleros, pero don Tello solamente reía y veía las pocas estrellas que dejaba asomar la luz mortecina del poste. Margarito, con socarronería barroca, hizo una presentación de la chingada. Dijo “que este es el historiador Gilberto Avilez, y que está haciendo actualmente un libro sobre la historia de Peto, y te quería entrevistar, viejo”. Detrás de don Tello se encontraba don Rafael Chimal, mejor conocido como Rach Chimal, que muchos años atrás había conocido porque don Rach era y sigue siendo matarife, y en una lejana mañana de mi infancia, absorto y medio encabronado, lo vi tasajear y transformar en chicharra crujiente el cochino más gordo que yo había criado en la pequeña granja que tenía mi abuelo en “El Terreno”, un predio que queda en la calle 32, donde mi padre tenía su pequeño taller mecánico, y yo iba por las mañanas a criar los más de 20 cerdos que me tenían asignado. Saludé a los dos, y don Tello aceptó de inmediato participar con su conocimiento en la historia oral que ando armando.

Don Tello me dijo que, efectivamente, fue capataz chiclero de don Rafael Sánchez Cervantes, un viejo “español” dueño de la finca Aranjuez, que en 1915 participó del lado de la reacción conservadora yucateca ante la Revolución, en las filas de Ortiz Argumedo. Al regresar las aguas a su cauce, Sánchez Cervantes regresaría a Yucatán, y retomaría nuevamente algunas de sus haciendas en Peto y se convertiría en uno de los capitalistas del chicle en la villa en los años 1930 y 1940, y se opondría con artimañas de truhan porfiriano para que el ejido de los campesinos de Peto se retrasara bastantes años. La fiebre del chicle ayudaría mucho para ese retraso de más de 40 años. Don Tello no sabía de esas cosas, sólo sabía que fue capataz de Sánchez Cervantes y que me hablaría de esa parte, así como de la langosta de finales de 1930 y principios de 1940, y de la llegada de Lázaro Cárdenas a Peto, y otras cosas interesantes que había visto y presenciado en sus casi noventa años. En todo ese tiempo, don Rach, yerno de don Tello, me observaba. No se le quedó la duda, y preguntó a Margarito si yo era hijo de Rubén. Margarito dijo que así era. Entonces, Rach se animó a participar, a preguntar, y dijo que en Tzubil hay cosas que podría ver, como una noria antigua. Le dije que iría mañana mismo, y fue como llegamos a esta parte del relato en que don Rach hablará de sus experiencias como cazador.

A la mañana siguiente, temprano, nos encaminamos a Tzubil. Esta finca queda apenas empezando el camino hacia Tixualatún. Una vez, don Tello pensó en su muerte, y ese pensamiento hizo que dividiera Tzubil entre sus hijos, aunque el que la trabaja más a gusto es don Rach, casado con una hija de don Tello. En una extensión de más de cuatro hectáreas, Rach me mostró sus huertas de sandía, melón, maíz, ibes, yuca, pepinos, calabazas, papayas maradol y otros productos que no recuerdo. Una perfecta milpa, bien trabajada. Del otro lado tenía los potreros donde pastaban más de 50 reses, y en Tzubil había perros y tres gatos gordos, perezosos y flojos, los favoritos de don Rach, los cuales extrañamente no rehúyen al vegetarianismo. Don Rach también tenía un ayudante, don Rosendo Alcocer.

En una casa de guano y bajareque, sentados en cómodas hamacas, al socaire del fuerte calor que llegaba de vez en vez con vaharadas prolongadas, conversamos de temas distintos, del ejido sobre todo, en que Rach fue, para 1980-1982, comisario ejidal; y Rach comenzó a hablar de su padre, don Catalino Chimal Peraza, chiclero de los mayores, y de aquella época de antes de casarse, como a los 20 años, en que recorrió todo el “territorio” con un grupo de ingenieros encargados de realizar la taxonomía de la selva quintanarroense, apuntando por las mañanas nombres de árboles, dimensiones y características; y por las tardes, comenzando a hacer crecer el callo de cazador experto que llegaría a tener a los sesenta años, persiguiendo aullidos ubicuos del balam con su escopeta de perdigones, o esperando en las aguadas y pantanos de lo más tupido de la selva, a que el venado se presentase a saciar la sed. Rach también me dijo, entusiasmado y sin ocultar que se sentía orgulloso de ello, que junto con otros viejos matarifes de Peto, formaron el Primer Sindicato de Matarifes del pueblo. En su época de comisario, Rach haría varias cosas dignas de contarse, como la de abrir nuevamente las mensuras del ejido, que estaban muy lóbregas y hacían que campesinos de otros lugares invadieran el de Peto. La conversación con Rach, con Margarito y con Rosendo Alcocer, se puso más interesante cuando cooperamos para un cartón de cervezas. Le conté a Rach que hace unos meses tuve unas entrevistas con otros viejos campesinos, y estos me platicaron varias cosas interesantes, como la forma en que viajan los wáay koot y cómo se puede matar de una vez para siempre a los wáay. Le pregunté a Rach que si creía eso que me contó don Diodoro Naal, otro viejo cazador del pueblo. Cambiando de postura en su hamaca, poniéndose un poco serio en la mirada, Rach respondió: “No sólo creo en ellos, sino que estoy seguro que incluso ahora nos están vigilando los wayes y hasta los p’usitos”. Dije: “Ya nos estamos entendiendo, porque yo igual pienso que existen” (y no quiero contar, aquí, mi experiencia con los vientos de la malhadada finca Suná). “¿Por qué no nos cuentas, Rach, lo que sabes de ello?”, señalé, y entonces Rach, tomando un poco del pozole hecho por Margarito – Rach no bebió más de una cerveza–, comenzó a relatar el encuentro que tuvo con los p’usitos y el relato de cuando un tío suyo se encontró con el rey de los venados, o con varios “reyezuelos” de venados juntos.

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Rosendo Alcocer, Rafael Chimal y en el fondo Margarito Yupit

El encuentro con los p’usitos. La palabra p’us está registrada en el Diccionario Maya, y se refiere a la corcova o giba y al que la tiene. El diccionario asienta que con este término “también se le aplica a ciertos hombrecitos corcovados que se mencionan en la mitología de los mayas de Belice”, u “hombrecillos corcovados de los que se habla en los relatos tradicionales de la Península”. El diccionario registra también la palabra Ah p’us, que significa corcovado o gibado, y ah p’us wíinik, jorobado giboso (Barrera Vásquez et al, 2001: 703-704). Pues bien, los p’usitos no son, como alguien pensaría, los aluxes (“geniecillos” de barro que vuelven a la vida al caer la noche y que habitan la selva encantada de la Península), sino hombres diminutos coronados por una corcova, giba, chepa o joroba. Dicen que son antediluvianos, que eran medio tontos, y que perecieron cuando se abrieron las compuertas de los cielos del Mayab y comenzaron a caer las divinas aguas torrenciales del diluvio de antes de los hombres del maíz: debido a que los p’usitos, de poco ingenio, hicieron sus barcas con las piedras, la muerte no tuvo piedad con esa raza anterior al hombre del maíz. Tal vez murieron muchos, pero tal vez algunos se salvaron y conviven todavía con los aluxes, más cercanos a los hombres de la milpa por un proceso de domesticación a base de dádivas agrícolas. Pero los p’usitos juegan, y juegan en serio.

A Rach Chimal le sucedió un encuentro con ellos, allá en la ranchería San Pablo, en la carretera Tixualahtún-Tiholop. Rach tenía su colmenar en ese punto, así como su milpa. En el tiempo de la ordeña de las colmenas, Rach se quedó unos días con su mujer para los trabajos necesarios, en una casita que tenía lo indispensable para las faenas domésticas. Una noche –de esas noches sin suturas, de una negrura absoluta–, Rach y su mujer oyeron caer de una tabla un lek que en la mañana Rach había llenado con cocoyoles. Oyeron y sintieron cómo el lek caía, y cómo los cocoyoles se desperdigaban por el suelo de tierra apisonada. Pensaron que fue un ratón, y la mujer dijo que al clarear levantaría el tiradero. Grande fue la sorpresa de la mujer y del mismo Rach, al ver que, de aquel tiradero, no había nada: el lek con cocoyoles estaba en su lugar. “Fueron los p’usitos”, me dijo, convencido.

Otra vez en que se topó con ellos, fue en la milpa Santa Rosa, al poniente de San Pablo. Santa Rosa era un rancho de un tal don Gerón Várguez. Rach cuenta que las malas lenguas decían que Gerón Várguez, hermano de “Barrigas”, era wáay (brujo). (Hago un pequeño comentario, para decir que Barrigas fue un recordado cargador de durmientes en tiempos del tren, que por su tremenda fuerza capaz de cargarse un durmiente él solo, así por su mansedad, todavía es recordado como uno de los personajes pintorescos del pueblo). En aquella ocasión, Rach fue a “lamparear” venado con su amigo don Leovigildo (en la cacería del venado, se utiliza una lámpara). Rach se puso en un camino donde supuestamente vendría el venado, cuando a 50 metros de él vio una sombra que subía y bajaba, bajaba y subía, y luego se detenía y cabeceaba. El hombre no la pudo visibilizar claramente con su lámpara, hasta tenerla a menos de 20 metros. Con la luz que proyectaba la lámpara, Rach vio cómo las escamas de una serpiente cascabel relucían con los haces. Ese fue el primer aviso, dijo Rach. El otro aviso llegaría dos horas después aquella madrugada, cuando Rach y don Leovigildo, encaramados en un árbol, esperaban a que algún animalillo del monte apareciera para dispararle. De pronto, en el ruidero de la noche que se agrandaba con los ronquidos de los insectos y las pisadas de animales, Rach y Leovigildo comenzaron a oír el “yúuntún” (honda): eran las piedras que volaban arriba de las frondas, cerquita de sus cabezas: yun-tun, yun-tun. “Este lugar está vigilado”, dijo Leovigildo a Rach, y este último logró ver, con su lámpara, a un hombrecito arriando una honda, y corriendo a pequeños trancos.

Otro encuentro con estos hombres de tiempos pretéritos, sucedió para 1970, en el recién creado ejido colectivo de Justicia Social. En Justicia Social Rach trabajaba regando zacate por las noches, junto con otras personas. Antes de toparse con los p’usitos, como en Justicia había unos chultunes, los ingenieros que dirigían los trabajos hablaron con Rach para que éste y otros más fueran a indagar qué podía haber en ellos. Sacaron, dice Rach, unos cajetes, unos “muñequitos”, y hallaron algunas cabezas de ganado. Rach cree que eso fue motivo para revivir a los p’usitos de “Justicia”. En la noche siguiente, siempre regando el zacate que servía de forraje, Rach y el grupo de hombres se fueron a un lugar donde dejaban sus aguas y un poco de alimentos, que comían como a las tres de la mañana. Al llegar, varios hombres se dieron cuenta que el sabucán con sus vituallas faltaba. Con su imprescindible lámpara, Rach apuntó entre las malezas cercanas y los arbustos, y vio cómo unas piernas pequeñas corrían veloces llevándose los sabucanes. Nadie volvió la noche siguiente a regar.

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